Con la certeza fácil de los que han visto cómo ocurría antes de llegar su turno, María lo sabía. Lo supo en el mismo momento en que la sonrisa sardónica de la justicia, tan eficiente como un estúpido abrefácil, se esbozó en exclusiva para ella, con un rictus de crueldad precisa en los labios y entre las afiladas manos, una larga lista de escaramuzas con el mal por las que iba a pagar ella, allí y entonces, mucho antes de que lo hicieran aquellos que, más que escaramuzas, preparaban tortitas con mal para desayunar.

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